Después de la hartura y con dinero en los bolsillos, los músicos sin nombre emprendieron la huida. Corrieron despavoridos a través de las pajas vecinas y los sabanales de aquellas haciendas ganaderas, desechando el camino real para salir a la carretera principal. Huían de la penitencia que les habían impuesto por 500 pesos los ganaderos de la zona de Laguneta, donde pocos años antes se había presentado un jovenzuelo soñador ante el inspector de Policía diciendo que era el nuevo profesor de la escuela. El funcionario lo vio tan joven que creía que le estaban tomando del pelo.
—Mi nombre es Miguel Emiro, le dijo el recién llegado.
No se sabe qué era más difícil, correr con la barriga llena o con los variados instrumentos de la banda, donde el sonido del bombo, arrastrado sobre el monte, al ser golpeado por los bejucos los iba delatando ante la muchedumbre azuzada por los manda a callar. Parecían forajidos que escapaban después de asaltar un banco.
–¡Regresen, ¡músicos flojos!, les gritaban.
Era el primer contrato de aquella banda de aprendices, que más adelante iban a convertirse en una de las agrupaciones más queridas de Colombia y que dejaría al porro en la memoria de los franceses.
La denigrante experiencia de haber salido corriendo por aquella penitencia inhumana que les habían impuesto los ganaderos que los contrataron de palabra, a la postre les iba a servir para toda la vida. Tendrían que prepararse, aplicar mucha disciplina y ser dignos.
No serían nunca más chupa cobres ni recibirían el menosprecio de ser tratados como músicos papayeros. Se convertirían en una sinfónica. No pondrían ni un sólo instrumento en el suelo, los llevarían en estuches de lujos, envueltos en paños rojos y los acercarían a sus labios con el rigor de quien da el primer beso a la mujer amada. Ya no se maltratarían los labios al soplar un porro ni se encallecerían sus manos al tocar el bombo o los redoblantes.
Aquella desbandada, como de quien huye porque cometió un delito, ocurrió en su primer toque oficial, en San Francisco el nuevo, un caserío de indios, en medio de latifundios sabaneros. Apenas se sabían seis temas. Debían tocar el fandango de ocho de la noche a cuatro de la madrugada. Fueron ocho horas sin descanso, subidos sobre varias mesas apilonadas en el centro de una plaza sin nombre, alrededor de las cuales, contradiciendo las manecillas del reloj, danzaba un pueblo ebrio, que sólo les daba tiempo para empinarse el trago y después seguir la tanda interminable.
Primero tocaban su corto repertorio de seis temas en fila india, 1, 2, 3, 4,5 y 6, y después para atrás hasta llegar al primero, para continuar aleatoriamente. Para disimular la repetidera mezclaban algunos temas en forma de mosaico, hasta que un borracho se pilló aquella especie de disco rayado y les gritó que cambiaran de temas, a lo que el profesor que los representaba, le contestó irónicamente desde arriba: –Si quieres que cambiemos de pieza tendrán que bailar diferente, no tenemos más.
Con el canto de los primeros gallos, en el rocío de la madrugada, mientras a los bailadores la vida se les iba en una exhalación, gozosos, alegres; los músicos ya no podían con los instrumentos, tenían los labios partidos, las manos pesadas y la lengua embolada. Algunos sangraban por la boca. No tocaban técnicamente sino por instinto.
Fue cuando en escena surgió el representante de los ganaderos, el más encopetado y ofreció 500 pesos por cinco horas más de música. Era mucha plata para desperdiciarla. Se iban a morir con los instrumentos en la boca si era necesario, pero ya estaban en la grande.
A las ocho de la mañana, con el sol alto, el que fungía de líder de la banda, el mismo muchacho que años antes se había presentado ante el inspector de Policía, tomó la vocería. Tenían hambre. Estaban borrachos y destrozados. Habían bebido tanto ron como los bailadores. Exigió comida.
Les trajeron una palangana de yuca, suero, ñame, queso y café con leche. Se saciaron hasta quedar ahítos. Estaban hartos y ya con el dinero en los bolsillos. Y se decía entonces que músico pago no tocaba. Que indio comido indio ido. Y menos si está harto y trasnochado.
Con el primero que le metió el pecho a la alambrada y se abrió paja adentro fue suficiente para dispersarse, el resto les siguió. Empezaron a perseguirlos para atajarlos, para que continuaran el contrato, que no se fuera la música. Si se iba la música se acababa la alegría y quien quisiera bailar que chiflara. Menos mal que en la travesía para acortar el camino, se dieron de frente con la finca La Mesa, de un señor cuyo nombre ya era una esperanza. Don Custodio Macea, quien les mató un pavo y los protegió de la turba de necios que los perseguía.
Al regreso a Laguneta, al día siguiente, los daban por muertos. No estaban muertos, estaban enguayabados, andaban de parranda. La noticia había llegado primero que ellos. Decían que la muchedumbre los había linchado por incumplimiento de contrato. Que se habían llevado el dinero sin tocar. Que los músicos del profesor eran los Diomedes Díaz de las bandas de viento.
El más afectado por la pena moral fue el profesor, quien pensó retirarse de la música para siempre, estaba apenado, no quería ser un mal ejemplo al frente de un pizarrón, de modo que no asistió por tres meses a los ensayos, porque había quedado destrozado.
Los músicos siguieron tocando sus instrumentos como fuera. Al oírlos tan esperanzados en salir adelante, el profesor Miguel Emiro, regresó, pero puso sus condiciones. Los músicos de vientos no eran chupa cobres sometidos a horarios inhumanos, mal pagos, mal alimentados, mal atendidos y mal vestidos. Para ello tenían que establecer reglamentos, estudiar y disciplinarse. Con el tiempo, la banda del profesor no volvió a tocar en corralejas y desde entonces la música de viento se respeta, carajo!