Por: Euclides Castro Vitola | Abogado y periodista.
En la época de la posverdad legitimada globalmente tras el triunfo de Trump, el chupo existirá simultáneamente, como si del experimento de Schrödinger se tratara, en virtud de a través de qué medio se informe el ciudadano.
Entre 2019 y los primeros 40 días de 2025, en Cartagena han sido asesinadas 2.983 personas, haciendo que la tragedia, por habitual, se convierta en tan solo una línea de conversación, justo después de la del clima, la OPS que no sale, los apagones de energía, la suspensión del servicio de agua o, paradójicamente, las inundaciones en cada vez más barrios de la ciudad.
Abriendo el cajón para sacar un par de frases atribuidas a Dante o a John Milton y posar de culto en este período de la estética sin ética, en el que todos los esfuerzos se enfocan en siempre parecer y nunca en ser, es evidente que ambos subestimaron el rol de los publicistas y asesores políticos en la distribución de sus respectivos infiernos.
Todos los asesores, desde el Tom Hagen de El Padrino hasta el Rasputín de los Románov, pasando por el Maquiavelo de los Médici, el Montesinos de Fujimori o el Bernardo Moreno de Uribe, aterrizando en el Goebbels del renacido «adolfito», saben de sobra que de lo que se pretende ocultar, no se habla. O, mejor dicho, no se habla de lo que se pretende ocultar. Por eso, las espeluznantes cifras de homicidios y otros males endémicos dejaron de ser noticia hasta que son tan abultadas que se notan, incluso bajo la alfombra de los espectaculares y masivos eventos.
El predecible siguiente paso ante cada homicidio en la ciudad recae sobre quienes infantilmente salen a publicar el prontuario junto a la foto de la víctima, pero callan ante el hecho de que, al menos, el 10% de estas muertes corresponden a personas sin antecedentes y cuyos entornos aseguran que se trató de confusiones, extorsiones o incluso asesinatos por negarse a participar en algún delito. Esto, presumiblemente, ha ocurrido con algunos mecánicos de motos y lanchas, cuyo estilo de vida coincide tanto en su vida pública como privada. Sin embargo, la insistente narrativa oficial nos lleva a poner un injusto manto de duda sobre cualquier muerte violenta, desviando nuestra atención justo en el momento en que el brillo de la indignación se apaga. De manual.
Hace poco, alguien cercano a la administración distrital le respondía a los habitantes de los barrios del Pie de la Popa pa’allá, que pedían fumigación, que esta supuestamente no servía porque solo mataba al mosquito adulto. Mientras tanto, según información del Departamento Distrital de Salud (Dadis), hasta la cuarta semana epidemiológica del año se han reportado 1.778 contagios de dengue, lo que representa un aumento del 692% en comparación con el mismo periodo de 2024, cuando se registraron 220 casos, una cifra histórica. Resultado «saca técnicos», diría Hernán Darío «Bolillo» Gómez ante los abultados marcadores adversos con los que debía lidiar de vez en cuando.
No se ataca al mosquito adulto y no hay campañas de prevención masivas para evitar larvas ni para enseñar adecuados hábitos de almacenamiento en los hogares. Pero, eso sí, estamos al tanto de cada contratación y de las probabilidades matemáticas de clasificación del equipo Real Cartagena, porque los medios afines, con su criticidad casualmente suspendida —ya sea voluntaria o sugerida—, nos entregan estos datos en choricera.
Lo mismo sucede con la seguridad: la famosa percepción de seguridad irónicamente se dispara. Ante las quejas, va haciéndose costumbre que salgan voces oficiales a decir que «no se puede poner un policía en cada esquina», pero, ante cada seguidilla de muertes y la inacción administrativa y policial, el primer comunicado oficial suele anunciar, antes que nada, un aumento en el pie de fuerza, trayendo más policías o militarizando las esquinas. Las más visibles, por supuesto.
Dicen que cada época trae sus propias dinámicas. Así como pavimentar calles hace 34 años seguramente era acorde con las necesidades de ese momento y lugar en particular, hoy el solo hecho de pavimentar calles responde a la misma lógica de quien decide traer de vuelta a un gerente fracasado al frente de Aguas de Cartagena, señalado de haberla llevado al declive, para que, en plena crisis, regrese a salvarla del declive.
Tecnócratas, es como se autodefinen. La risa espasmódica no me permite idear una definición a prueba de demandas por injuria, no por la gravedad de mis palabras, sino por la piel tan delicada de quienes, sin embargo, se dicen experimentados receptores.
Mientras tanto, el alcalde lanza señalamientos a molinos de viento a los que quisiera ver convertidos en monstruosos gigantes, acordes con el reto que parece reacio a asumir. Es más fácil no hablar de ciertos temas y, quizás por eso, incomodan tanto las preguntas, aunque sean tímidas. Con enemigos —reales o imaginarios— las cargas de las responsabilidades se reparten mejor.
Por cierto, como si de un chiste cruel del destino se tratase, el joven asesino de los tres de Olaya huyó raudo por una calle perfectamente pavimentada en un barrio popular de la Heroica.