Este sábado 13 de abril 2025, en Lima, Perú, y rodeado del recogimiento de su familia, se apagó la voz de Mario Vargas Llosa, a los 89 años. Se fue como se van los grandes narradores: sin aspavientos, dejando en el aire la sensación de que hay historias que no terminan del todo, sino que continúan latiendo en las palabras que dejaron escritas.
No habrá actos públicos. No habrá discursos. No habrá flores en una plaza ni homenajes inmediatos. Como lo dispuso en vida, Vargas Llosa se despide en lo privado, en la ceremonia íntima del recuerdo compartido por los suyos. A veces, los grandes necesitan el silencio para marcharse. Y él, que fue un hombre de ideas, de polémicas y de batallas verbales, eligió el silencio final como último gesto de libertad.
Sus hijos, Álvaro, Gonzalo y Morgana, comunicaron la noticia con sobriedad y con la certeza de que su legado no necesita más que sus propios libros para seguir respirando.
Desde que “La ciudad y los perros” sacudió la literatura hispana en los años sesenta, Vargas Llosa nunca dejó de escribir contra la mentira, contra el abuso, contra la resignación. Cada una de sus novelas fue un intento por desentrañar las tensiones entre el individuo y las estructuras que lo condicionan. Su prosa, meticulosa y exigente, construyó un universo donde el poder y la fragilidad humana chocaban con fuerza brutal.
Premiado, discutido, traducido, leído. Autor de títulos esenciales como “Conversación en La Catedral” o “La fiesta del Chivo”, Vargas Llosa supo moverse con igual agudeza entre la ficción y el ensayo, entre la pasión por las letras y la inquietud por los destinos políticos de América Latina. El Nobel de Literatura que recibió en 2010 no fue el cierre de una carrera, sino una confirmación de que su voz seguía siendo necesaria.
Polémico, sí. Contradictorio, también. Vargas Llosa no fue un autor cómodo. Defendió posturas que dividieron aguas. Rompió amistades literarias tan míticas como la que tuvo con Gabriel García Márquez. Su figura pública se convirtió en un campo de debate tan vivo como su obra. Pero nunca dejó de pensar, de argumentar, de creer que las ideas —como las novelas— podían cambiar la vida de una persona, o de un país.
Hoy, el mundo hispanohablante queda un poco más solo. Y a la vez, un poco más lleno de palabras que perduran. Mario Vargas Llosa ya no está entre nosotros. Pero en cada lector que se pregunte, como Zavalita, “¿En qué momento se jodió el Perú?”, seguirá comenzando una conversación. Una de esas que no terminan.