Lo que ocurrió la noche del 12 de abril en Tolú, Sucre, no tiene otro nombre que barbarie. Lo que debía ser una fiesta deportiva se convirtió en una batalla campal protagonizada por quienes, escudados bajo la figura de barras bravas, transforman la pasión por el fútbol en una excusa para delinquir, agredir y sembrar terror. Esta vez fueron las hinchadas del Cúcuta Deportivo y Jaguares de Córdoba quienes desataron el caos, dejando a su paso una estela de miedo, daños materiales y heridas físicas y morales a toda una comunidad que no esperaba convertirse en escenario de una guerra absurda.
Los audios y videos registrados por los habitantes de Tolú son testimonio de la angustia colectiva. Pedidos de auxilio, destrozos en hoteles, residencias familiares y ataques a personas del común, reflejan cómo la violencia se apoderó de lo que debió ser un evento de convivencia. La pregunta que se impone es: ¿hasta cuándo el fútbol será rehén de los violentos?
Como reacción inmediata y responsable ante estos hechos lamentables, la Alcaldía de Sincelejo tomó la acertada decisión de no autorizar el préstamo del estadio municipal donde se jugaría el partido entre Cúcuta y Jaguares. Si en Tolú, donde solo estaban de paso, se vivieron escenas tan graves, ¿qué no podría suceder en Sincelejo con ambos equipos y sus barras concentrados en un mismo lugar? Felicitamos al alcalde por su firmeza y por priorizar la seguridad de la ciudadanía por encima de cualquier interés deportivo o económico.
Es inaudito que, en pleno siglo XXI, no se haya logrado un control real y eficaz sobre estos grupos que se organizan, viajan y operan como estructuras criminales, muchas veces con complicidades soterradas. Las autoridades deportivas y civiles deben asumir su responsabilidad. El fútbol no puede seguir siendo el campo de cultivo de la intolerancia, el odio y la impunidad. Si no hay sanciones ejemplares, seguiremos contando tragedias en lugar de goles.
No basta con llamados a la paz desde los micrófonos. Se requiere una política pública seria y articulada entre clubes, alcaldías, policía, Dimayor y Ministerio del Deporte. Es hora de identificar, judicializar y erradicar de los estadios (y de los pueblos como Tolú) a quienes manchan con sangre el nombre del deporte más hermoso del mundo.
Los equipos también tienen una tarea pendiente: no pueden seguir permitiendo que sus colores sean usados como bandera de violencia. Si las directivas no se desligan por completo de estas barras y no impulsan una cultura distinta, seguirán siendo parte del problema.
El fútbol debe volver a ser lo que alguna vez fue: un espacio de encuentro, alegría y pasión compartida. Mientras eso no ocurra, mientras no enfrentemos con seriedad la violencia en los estadios y fuera de ellos, seguiremos escribiendo columnas como esta, con el corazón indignado y el alma herida. Porque no es justo que el deporte se juegue con sangre.