En Colombia, la justicia se ha convertido en un espectáculo de contradicciones. Después de ocho años de funcionamiento y más de cuatro billones de pesos invertidos (más bien perdidos), la Jurisdicción Especial para la Paz profirió su primer fallo contra los cabecillas de las FARC responsables de más de veintiún mil secuestros, delitos atroces y de lesa humanidad. El resultado ha sido un fallo que, lejos de representar justicia, parece una afrenta a las víctimas, una verdadera burla: sanciones simbólicas, trabajos restaurativos, ninguna pena de cárcel y la conservación plena de los derechos políticos. En otras palabras, un premio disfrazado de justicia, o la legalización de una vida cometiendo delitos atroces.
La indignación crece porque el contraste es evidente. Mientras los exjefes de las FARC (los “viejitos pensionados” por el falso proceso de Pa$ de Santos), responsables directos del dolor de miles de familias, reciben sanciones blandas que en nada corresponden a la magnitud de sus crímenes, los militares y policías que defendieron al Estado enfrentan penas de más de veinte años de prisión, sin atenuantes, sin consideración y bajo una lupa implacable. Así, quienes cometieron las barbaries hoy están libres y quienes defendieron a la patria están tras las rejas. No se puede justificar lo injustificable.
El mensaje que se envía al mundo es perverso. Colombia aparece como un país que premia a los violentos, que minimiza los secuestros, las desapariciones, las violaciones y los asesinatos bajo el ropaje de una justicia transicional. Para quienes hoy defienden la patria el mensaje es aún más devastador: se sienten abandonados, traicionados, expuestos a condenas duras mientras sus enemigos de ayer gozan de privilegios. ¿Qué motivación queda para servir al Estado cuando las reglas parecen estar diseñadas para castigar al soldado y al policía, pero para perdonar al terrorista?
La JEP, con este fallo, no representa justicia verdadera, sino la institucionalización de la impunidad. Y el Gobierno, que celebra estos resultados como triunfos del proceso de paz —que nunca trajo paz, sino que, por el contrario, recrudeció la guerra—, carga con la responsabilidad política de avalar una justicia desigual que humilla a las víctimas y debilita al Estado. No basta con decir que es un tribunal independiente; la responsabilidad moral y social de defender los derechos de las víctimas recae sobre el Gobierno de turno (que, en este caso, de antemano sabemos que se ha preocupado más por defender a los victimarios).
Este doble rasero es una de las razones de la inseguridad creciente en el país. Los grupos armados y las bandas criminales entienden perfectamente el mensaje: en Colombia delinquir sí paga, e incluso premia. Basta con justificar los crímenes bajo la bandera del conflicto para aspirar a sanciones simbólicas y conservar derechos intactos. Así, mientras las víctimas cargan con su dolor, los victimarios posan como ovejas arrepentidas, con la venia de un sistema judicial complaciente y de un Gobierno más preocupado por sostener un discurso político que por garantizar justicia.
Colombia necesita una justicia que respete la proporcionalidad, que castigue con severidad a quienes realmente desangraron al país y que no convierta la verdad y la reparación en excusas para borrar la cárcel del panorama. La verdad es necesaria, la reparación es indispensable, pero la justicia no puede ser sustituida por gestos simbólicos. El equilibrio que exige la paz no puede basarse en la humillación de las víctimas ni en la desmoralización de las fuerzas que sostienen el orden.
El país está en un punto crítico. Si seguimos entregando indulgencias a quienes sembraron el terror, lo que se consolidará no es la paz, sino la impunidad institucionalizada. La JEP y el Gobierno han elegido un camino peligroso: disfrazar de justicia lo que en realidad es un premio a los violentos. Y esa elección no solo hiere la memoria de las víctimas, sino que compromete el futuro de la nación.



