Un signo del subdesarrollo político de Colombia es lo fácil que se dan las dinastías en todos los bandos y en todos los niveles. Cada hijo de político parece predestinado a heredar por lo menos una curul y en todos los partidos se acepta sin chistar que sus líderes pongan a sus retoños donde les venga en gana. El jefe es el amo feudal y los demás, incluso los más cercanos colaboradores, son simples siervos que deben atender sus deseos.
Quien nazca con la fortuna de ser delfín sabe que se puede saltar la fila y no tiene que prepararse ni presentar prueba alguna para llegar a donde llegó su padre, su tío y su abuelo. Nada de eso. Solo tiene que saber cómo se manejan ciertos hilos y asegurarse de proteger los intereses familiares cuando le toque. Eso pasa en los altos círculos del poder en Bogotá y ni se diga en las regiones, donde por décadas y décadas se han repartido todo entre las mismas dos o tres familias.
Lo peor es que, incluso, quienes logran romper esos círculos de sangre y asomar la cabeza entre esas dinastías suelen sucumbir al deseo de formar la propia. Lo hicieron personas hechas a pulso como Horacio Serpa y lo están haciendo ahora desde la orilla opositora radical otras como Gustavo Petro. Y sin el menor rubor.
Dirán algunos que eso pasa también en democracias más serias como la canadiense, cuyo primer ministro es hijo de un ex primer ministro fallecido hace muchos años, o la de Estados Unidos, donde prosperaron políticamente los Kennedy, los Bush y -más recientemente- los Clinton. Sin embargo, esos siguen siendo allí casos excepcionales que las urnas se han encargado de contener en algún momento.
Aquí no hay qué ni quién lo haga. Por eso, no es raro que desde el Centro Democrático salgan voces a proponer que el hijo mayor del expresidente Álvaro Uribe, Tomás Uribe Moreno, con aparentes dotes de gran empresario pero ninguna experiencia en política, sea ungido como candidato presidencial del partido para el 2022.
Los promotores de la idea argumentan que el delfín de Uribe es el único personaje con capacidad de mantener unida a la colectividad y otros van más allá diciendo que es el único que puede darle plenas garantías de fidelidad al jefe máximo, algo que no hizo Santos, porque no quiso, y aparentemente Duque, porque no pudo. Según eso, con Tomás sí podríamos tener un verdadero Uribe III porque la genética no traiciona. Como Uribe solo otro Uribe. ¡Qué locura, qué visión tan elemental!
Mientras algunos congresistas uribistas con vocación de muñeco de ventrílocuo le echaban candela a la propuesta y algunos medios la soplaban para avivarla, Uribe declaró que sus hijos no estaban en plan de hacer política. Y el propio Tomás lo ratificó. Habrá que creerles.
Sin embargo, el tono de delfín en la entrevista con Semana fue el de un candidato presidencial. Si finalmente lo es, está en su derecho, pero no le haría un favor ni a su partido ni a la democracia hacer ese acto de paracaidismo. Si va entrar en el juego, que respete el turno de lo que han hecho ya algún trabajo. ¿Qué pensarían de una jugada como esta personajes como Carlos Holmes Trujillo, Pacho Santos, Óscar Iván Zuluaga, Paloma Valencia e incluso Marta Lucía Ramírez, que es conservadora pero fiel a Uribe?
Ellos han hecho carrera y un trabajo duro por el expresidente y sus ideas, y de pronto se verían relegados a la trastienda por cuenta de unos supuestos derechos dinámicos. Eso sería, de cierta forma, negar al mismo partido, ponerlo en los haberes de la familia Uribe como otro caballo más del Ubérrimo.
A lo mejor, el embeleco de hacer presidenciable a Tomás termina en una cabeza de lista para el Senado, lo cual tampoco sería una decisión seria políticamente, pero sí un tanto menos grave para el ejercicio sano del poder. También podría ser fórmula vicepresidencial, aunque, en este escenario, las noches del candidato y eventual presidente podrían ser bastante más intranquilas. Vale la pena recordar aquí lo que tanto ha repetido Ernesto Samper: la única función real del vicepresidente de la república es preguntar todas las mañanas por la salud del presidente.