El pasado 14 de febrero algunas personas celebraron el amor y el romance, pero pocos recordaron que hace 93 años ocurrió la famosa y poco sangrienta matanza de San Valentín, protagonizada por Al Capone y los Gánster irlandeses de la época, todo por mantener el control de Chicago, crucial en el paso clandestino del whiskey desde las zonas liberadas de la prohibición en Canadá hacía todo el territorio estadounidense.
La prohibición obtenida a finales del siglo XIX, por el Movimiento por “La Templanza”, quien logró la dieciochoava enmienda constitucional por motivos morales y éticos encomiables, culminó con asesinatos por mantener controles territoriales, compra de jueces y policías, aumento patrimonial de familias vinculadas directa e indirectamente con la mafia quienes, incluso, accedieron a la mismísima Presidencia de los Estados Unidos (los Kennedy, aunque siempre dijeron que su riqueza fue obtenida por la distribución de whisky “posterior” a la prohibición), personas, parejas y familias rotas por el consumo desmedido de licor y toda una serie de comportamientos (‘speakeasies’) incentivados, presentes en toda la sociedad, para transportar y consumir licor secretamente.
Roosevelt, el desmonte gradual empezando por la Cerveza y la eliminación de la prohibición en países de tradición protestante también muy arraigada, como Dinamarca o Suecia, terminaron con esta tragedia originada en leyes morales de una hermosa tradición y loables intenciones pero que no calculaban el aleatorio devenir de los comportamientos humanos.
Esta descripción, que parece un Dejá vú, bien podría aplicarse a las Drogas en general. La marihuana picó en punta, como antiguamente la cerveza, y la estela de violencia, corrupción y ganancias mal habidas, como otrora, empujan de manera gradual pero decisiva a los gobiernos a replantearse la continuidad de leyes dictadas de espaldas a la realidad.
Por eso en materia económica la solución es muy simple y no deja lugar a una hipocresía como la de la ficción jurídica que, de un lado, prohíba la fabricación y distribución, pero de otro lado, se prohíba el consumo. La libertad de consumo requiere libertad de producción, de transporte, distribución y suministro, por definición[1].
Los inconvenientes de la legalización, por tanto, no son económicos, sino morales. Incluso un consumo permitido deja genera gastos para rehabilitar, facilitar el consumo seguro, atender enfermedades conexas, etc., y esto contra gasto público, es decir, contra impuestos. Por lo que se genera la paradoja ¿atender problemas asociados a los consumidores con la plata de los no consumidores? Sin embargo, esto ya ocurre y hay que sumarle los gastos en materia de seguridad, que son los más elevados, en los que incurren los gobiernos para combatir la fabricación y distribución; luego levantar la prohibición reduce el gasto público y gravarla aumenta el recaudo desde la decisión del consumidor y contra su propiedad directamente.
¿Qué pasa con los campesinos que se podrían dedicar denodadamente a los cultivos que hoy son ilícitos? ¿Cómo volveremos a producir comida en los campos? Primero que todo, esto no es comprobado empíricamente como tampoco es cierto que abrir la economía quebró a los campesinos y los obligó a sembrar coca. Falso porque esta solo se da en las regiones selváticas de Perú, Colombia y Bolivia, no en las zonas productivas de otros cultivos. Lo que desincentivó la siembra de otros productos, si hubiera lugar al comparativo, es que mientras el narcotráfico crece al 10% en ingresos el café lo hace al 0.8%.
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Las plantas se dan con la economía abierta o cerrada exactamente igual. Pero, además, los otros productos están sujetos a factores de riesgo mayores en cuanto al clima, plagas, baja en el precio, flexibilidad de demanda sustituible, aspectos que no se dan con la coca, sumado al precio ingente y al alto margen de utilidad en el marco de ilegalidad. Por lo cual, hay otro riesgo moral que se ha decantado en favor de la producción y es el precio de combatirla in situ. El personal uniformado que está en las plantaciones y debe arriesgar su vida o tomar la de un compatriota a cambio del mismo salario, también puede mirar para otro lado, dejar que pase la mercancía, a cambio del mismo salario más un incentivo sobornal multiplicado por la probabilidad de ser sancionado por la justicia del Estado en una parte del territorio donde la única presencia estatal está representada en él mismo.
La solución sigue siendo moral. Por lo cual, la mirada más abarcativa puede provenir de la Filosofía del Derecho y Douglas Husak en 2001 hacía la pregunta que, con el paso del tiempo parece ser cada vez más, acertada: ¿puede el Estado decirle un adulto qué sustancias puede o no puede usar con fines recreativos?
Legalizar, con los instrumentos de medición econométrica actuales, las formulaciones en teoría económica existentes y más de 50 años de recopilación de datos pertinentes, significa: repartir equitativamente, como en todo mercado libre, los costos de producción, transporte y distribución, así como los ingresos, sin que ningún país financie a otro (o que de cada 10 dólares de esta actividad ‘ilícita’, un país se quede con 9 y otro con 1 pero además de quedarse con la utilidad marginal inferior deba soportar la sangre y la guerra de la prohibición parcial – recordemos que al estar legalizado el consumo y no la producción, los países consumidores no tienen la guerra intestina que pueden llegar a tener los países productores-) y logrando que progresivamente los costos decrecientes hagan aumentar los rendimientos y abaratar, especialmente, en vidas y presos – que cuestan para los estados – el precio de una noche alocada en un Bar de Barcelona, un club en Frankfurt o en una playa de Ibiza.
[1] Los incentivos y restricciones deben concentrarse, además en que se trata del clásico bien con curva inflexible de demanda (no importa el alza del precio los consumidores no pueden sustituirlo como ocurre con la insulina o el licor), por lo cual, un impuesto o una restricción de horario o lugar para su expendio en nada va a disminuir su producción.