Soy de llanto fácil, un poco menos que Rafael Escalona y que Toño Fernández, quienes eran unas Magdalenas en sus últimos días. He llorado a la posesión de Gustavo Petro, pero también lloro por los jóvenes asesinados por un Coronel de la Policía en el corregimiento de Chochó, jurisdicción de Sincelejo. Esta pequeña población equivale a decir Las Palmas en San Jacinto, tierra de cantores y gente laboriosa.
La primera vez que fui a Chochó, el corregimiento más importante de Sucre, también lloré a la par del cielo, que también lloraba. Aquella vez lloraba por alguien a quien yo no conocía y a quien sólo había visto una vez y quien seguramente murió sin saber que yo existía: Armando Contreras Álvarez, entonces director de la Banda Juvenil, a la que había introducido pitos de jazz. Fue un 16 de abril de 1994.
Vi a Armando una sola vez, de visaje, en el desaparecido Club Rotario, en una reunión con Tulio Villalobos Tamara. Solo sabía que acababa de llegar de una gira mundial con Alfredo Gutiérrez, su cuñado, y que vestía muy bien.
Fue en aquel monumental entierro – solo comparado con el de Rafael Orozco, tres años antes – en el qué comprendí la grandeza de Armando Contreras. Aquel pueblo no alcanzaba a albergar a la gente, que se desbordó por sus callejuelas como un río humano. Era magia.
Miles de músicos de bandas tocaban al unísono sus canciones, como el pirigallo, el arrancateta y otros. Pura gente de abarca y sobrero. Allí sentí que había muerto un hombre grande, tan grande como el porro. Nunca tuvo reemplazo. Después leí la más sentida elegía a un Armando Contreras poetizado en la pluma de Cristo García Tapia.
Luego de aquel acontecimiento ya no pude evadirme de Chochó. Quedé eternamente enamorado de ese corregimiento. Allí nació el pequeño gigante del acordeón Julio de la Ossa. Nacieron en sus patios solariegos Cristo García y Óscar Flórez Tamara y una pléyade de talentos de todo tipo.
En cada casa hay un músico y sus bandas de viento no envejecen. Allí echaron raíces apellidos inmortales que son como una planta veranera, fértil y amigable. Los Contreras, Los Sequedad, Los Álvarez, Los Díaz, Los Flórez, los Tamara.
Allí hay imperios de la amistad como Edwin Moreno Sequedad, o José Suárez Garrido. Allí pasó sus últimos días el consagrado periodista Lelis Movilla Bello, porque Chochó se convirtió en un dormitorio feliz, tranquilo y en paz. Pasaron casi treinta años para que ocurriera un homicidio. Son cerca de diez mil habitantes a sólo ocho kilómetros de Sincelejo.
Pueblo de músicos, poetas y agricultores, vieron como fueron cambiando las costumbres. Los campesinos vendieron sus burros y compraron motocicletas. Hasta el ganado lo arrean ahora en moto. Gran parte de la juventud desempleada recaló en el mototaxismo como medio de sustento.
Ahora lloramos por los tres jóvenes vilmente asesinados tras ser implicados falsamente como integrantes del llamado “Clan del Golfo”.
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Sus apellidos son los mismos que han enarbolado mundialmente sus bandas y eran tan prístinos que iban con el herido por la vía, cuando fueron interceptados por La Policía.
A veces me pregunto ¿por qué esos jóvenes estaban haciendo piruetas en sus motocicletas y no en sus burras? Precisamente por la transformación de las costumbres agropecuarias, pero en el fondo ellos, Jesús Díaz, José Arévalo y Carlos Ibáñez, estaban más cerca de empuñar una trompeta que un fusil. Sus sueños y los de su familia quedaron truncados por un arrebato de un hombre que a sangre fría, a quemarropa y en un estado de total indefensión según los testimonios, le arrebató a los tres jóvenes la vida a punta de balas. El corregimiento de Chochó, Sucre los sigue llorando y todo Colombia exige justicia. Yo también lloro.