Alguna vez, hace cuatro o cinco años, Don William Quessep Maravi estuvo aquejado de salud y debió ser recluido en una clínica de la ciudad porque una pierna le fallaba.
Además de eso, en su corazón había mucho dolor por el presente incierto de Sincelejo, en ese entonces “gobernado” por Jorge Ospina Vergara, quien llevaba algunos días sin ir a su despacho, porque su administración se le salía de las manos.
Màs alla de la famosa e inoportuna frase de Ospina, en el sentido de que en la cafetería de William se hablaba sólo paja y tortilla, la habitación del enfermo no daba abasto para recibir la gran cantidad de visitas. Esa fue la mejor medicina para William, quien estaba radiante de felicidad, suavisando el dolor de su pierna con una sonrisa clara y unos ojos grandes y expresivos, que no dejaban de agradecer las visitas. William estaba enfermo del espíritu por la ofensa, pero la pierna parecía la mejor excusa para la protesta.
William tenía más pueblo que el alcalde. Y el Alcalde se convirtió en paciente eterno, poco antes del destierro. La enfermedad de William Quessep, crecía en popularidad, mientras la imagen del mandatario se diluía en el marasmo de su propia soberbia.
Nadie hasta entonces se había metido con esa especie de templo de la palabra y el rito de un tinto bien conversado. La calle de los turcos estaba triste por lo que le pasaba a William. Y William estaba triste por lo que le estaba pasando a Sincelejo.
En 40 años de tinto bien conversado, había creado una dinámica propia en la ciudad. La Cafetería de Quessep, que duró muchos años sin su debido cartel (El famoso Yaja bi bi) y había operado inicialmente en el primer piso, a ras de la calle de los Turcos, se convirtió para Sincelejo como la Torre del Reloj para Cartagena de Indias.
Quien viniera a Sincelejo y no visitara la cafeteria William, no había marcado tarjeta en la ciudad. Llenar la plaza Olaya Herrera y tomarse un tinto donde William, era el principal compromiso social de un político de éxito. Ese ere el mejor termómetro para medirse y ser medido.
Si no llenaba la plaza estaba muerto. Y si no se bebía el tinto bien conversado con William no se enteraba de la realidad de la ciudad. No sólo era un punto obligado para los políticos, desde Andrés Pastrana, Horacio Serpa, hasta Gustavo Petro; literatos, científicos, filósofos, sino para periodistas y gentes del común. Desde un aspirante a la presidencia de la república hasta de una comuna de la ciudad, hallaban en el lugar un punto de encuentro.
William ponía fallas y sacaba tarjetas amarillas a los faltones. Daba o quitaba la palabra a través de tarjetas amarillas, rojas y verdes, como los árbitros de fútbol. Y le gustaba, que en las conversas, lo escucharan con los ojos. No admitía que se leyera el periódico mientras él sacaba cuentas de cuantas eran las instituciones que en los últimos años habían cerrado las puertas en Sincelejo, de las tiendas que fueron reemplazadas por ventorrillos cachacos, de los desempleados, de los periodistas sin cuña ni seguridad social, de los picaros que se hicieron ricos con el erario, de las inundaciones de la Mojana como la fiesta que se repite todos los inviernos o de la falta de solidaridad con las monjitas que alimentan a los ancianos…
A William Queseep hay que mirarlo con los oídos atentos y escucharlo con los ojos, porque aún no ha muerto ni morirá, porque es la memoria de la calle y porque siempre tiene frases cargadas de sabidurías y apuntes certeros para romper la monotonía, en momentos que la conversa se languidece en la tristeza y el tinto se acababa. Con William el tinto nunca se enfriaba. El tinto era más caliente por la calidez de la palabra y la sinceridad de los gestos.
Son muchos los contertulios del hombre que le gusta que lo escuchen con los ojos, pero algunos tienen mucha más importancia que otros. Sin necesidad de ser rigurosos y a fe de que quedarán centenas por fuera como no mencionar a Wilfrido Hernández, A Henry Quiroz, al doctor Yarzagaray, a los hermanos Restom Abud, Ramón y Yamil, cada uno con su genio y sus apetencias políticas; a mi compadre Silvio Cohen, inmancable y sincero… Y entre los que se han ido pero que se quedaron enredados en la nostalgia para siempre, mi padrino Carlos Barraza Alandete, quien dejó en el ambiente de la tertulia una espiritualidad y una sabiduría que todavía subyacen en la memoria, como una memoria de decoro y don de gentes…
Si con la partida de Carlos todos nos fuimos un poquito y nos empezamos a morir también, con la partida de William de la calle de los turcos todos nos untamos en parte de esa tristeza, porque a partir de esta fecha, la calle de los turcos está enferma…