Las cárceles colombianas separan al criminal de la calle pero no del delito. Es bien sabido que las extorsiones telefónicas suceden desde las cárceles como también se coordinan homicidios y robos. Los corruptos, por otro lado, siguen manejando las riendas de la política mientras pagan sus condenas. En un estudio de Aurora Moreno Torres de 2019 se evidencia lo que ya sabemos: “Los cabecillas a veces se encuentran más seguros en las cárceles que en las calles, y por ende cuentan en ellas mayor libertad para planear y coordinar el crimen”.
Además de exportar el crimen, en las cárceles colombianas se consume y produce crimen internamente. Es el pan de cada día los llamados delitos intramurales, como el contrabando y la extorsión entre los presos, a cambio de seguridad o acceso a un patio. Esto requiere habilidades que los delincuentes novatos aprenden dentro de los centros de reclusión.
Es por esto que podemos decir que las cárceles colombianas no sólo reciclan el delito, sino que especializan a los delincuentes. Cuando regresan a la calle, llegan profesionalizados y hasta con trabajo para regresar a sus andares, a través de los contactos que hicieron en la cárcel.
En Colombia está escrito en nuestra Constitución que somos un Estado Social de Derecho. Eso significa, además de otras cosas, que los presos también tienen derechos. En otras palabras, no se permite ni se permitirá replicar el método Bukele en el Salvador. Tampoco está contemplado en nuestra Constitución la cadena perpetua. Eso significa, que sin importar la macabridad del acto, en algún momento el homicida o atracador regresará a la sociedad. ¿Qué hacemos con los presos en Colombia?
En primera medida tenemos que preguntarnos la función misma de las cárceles. Estas no deben ser un instrumento para castigar al pobre. El ladrón (no violento) que roba por hambre o para proveer a sus familiares merece una segunda oportunidad. Lo mismo con el microtráfico.
En un país con 20 millones de personas viviendo en la pobreza, no es sorpresa para nadie que esta sea causal del delito. Para aquellos que participan en delitos no violentos y motivados por necesidad, debe existir una implementación inteligente de la justicia que cumpla dos propósitos: Lo primero es restaurar a la víctima y lo segundo, garantizar que el victimario no caiga en las mismas condiciones que motivaron su participación en el delito. Es decir, conectarlo a él y a su familia con oportunidades dignas de trabajo, estudio y vivienda. A menudo las dos cosas van de la mano: Un victimario sólo podrá restaurar a su víctima y a la sociedad, si tiene las condiciones sociales para hacerlo.
Claro que existen también criminales violentos cuya privación de la libertad es necesaria, por más pobreza que exista de por medio. Es por ejemplo el caso de jóvenes de entre 16 y 22 años que ya comenzaron una carrera en el mundo del sicariato dentro de las guerras de pandillas. Nuestro Estado Social de Derecho se enfrenta a una tarea enorme en estos casos. Debe cumplir la doble tarea de proteger a la sociedad y resocializar a un victimario peligroso.
Para este grupo, los psicólogos y las actividades de integración juegan un papel clave. Cosas que no se pueden dar en condiciones de hacinamiento. El trato humano en las cárceles es el primer paso para transformar a una persona pobre que cayó en la marginalidad violenta. Los servicios que requiere esta transformación sólo son posibles reduciendo el hacinamiento. Eventualmente, la resocialización tiene que darse fuera de las cárceles. Al contrario de lo que se cree, la cárcel como castigo no le garantiza al Estado la no repetición del delito.
La explicación es muy sencilla. Si el estado se desentiende de un criminal después de tenerlo 20 años encerrado, nada le garantiza que esta persona se haya resocializado y no represente un peligro para la sociedad. En cambio, si una parte de la condena sucede fuera de las rejas, garantizando la participación del recluso en la vida social, a través del trabajo y del estudio, le resulta más fácil al Estado controlar que no se repita la violencia.
También existe un tercer grupo de delincuentes violentos que no tienen intenciones de resocializar su conducta. Este es el caso de los eternos cabecillas, personas que han participado en varios procesos de resocialización o desmovilización sólo para regresar a ordenar asesinatos e intimidaciones en las poblaciones donde operan. Individuos que han ordenado centenares de homicidios. Para estos, como dije, las cárceles adulteradas de hoy tampoco son una opción, porque les permiten continuar con sus actividades criminales y además cuentan con mano de obra para ello: la juventud colombiana aprisionada.
Muy difícil resulta controlar a los grandes capos en condiciones de hacinamiento y con una guardia carcelaria corrupta. En vez de llenar las cárceles con delincuentes de poca monta, la seguridad de estas debería estar en función de apartar de una vez por todas a estos cabecillas de sus zona de influencia, controlando el acceso a celulares, el contrabando y las comunicaciones en las visitas semanales a las que tienen derecho.
El cuarto grupo tenemos a los empresarios y políticos corruptos. Personas que roban no por necesidad, sino por pura avaricia. Incluso sumas mayores que los atracadores callejeros, y con consecuencias más graves para el desarrollo de la sociedad en su totalidad. Estas personas ya recibieron una educación de alta calidad y cuentan con una red para conseguir trabajos bien pagados, pero prefieren caer en la avaricia y reincidir. ¿Cómo responde el Estado colombiano a estos delincuentes? Hoy en día son los mayores beneficiarios de la detención domiciliaria desde donde ponen herederos políticos y cierran negocios. Es el caso por ejemplo de Eduardo Pulgar.
También están aquellos que cumplen sus condenas en las mejores cárceles del país, donde se encuentran con sus socios para planear nuevas marañas. La solución, una vez más, no es únicamente la cárcel. Quién le roba la plata de la alimentación a un niño, tiene que dedicar toda su condena a retribuir económicamente a la población afectada. Esto tiene que hacerse con la riqueza propia que tiene el victimario y entregando sus horas de trabajo. Durante el cumplimiento de esta pena alternativa es deber del Estado, como con cualquier otro criminal, vigilar que el condenado no reincida en el delito. Es decir, controlar que sus actividades retributivas estén separadas de la política.