Un hedor putrefacto emana del cadáver de lo que alguna vez llamamos democracia, pero el olfato ciudadano parece haber muerto hace tiempo. Nos hemos acostumbrado a seguir órdenes como un rebaño, a obedecer sin cuestionar el propósito ni el rumbo. Hemos mutado hacia una plutocracia y un régimen controlado por mafias que, históricamente, han buscado apoderarse del poder para imponer sus propias reglas.
No es algo nuevo. Recordemos cuando Pablo Escobar logró infiltrarse hasta el Congreso de la República. En ese entonces, las autoridades reaccionaron, logrando desmantelar su influencia y la de otros grupos como el clan de los Rodríguez en Cali, dueños del Grupo Radial Colombiano, una red de emisoras que alcanzaba todo el país.
Pero esos golpes no fueron definitivos. Al desaparecer las cabezas visibles, el monstruo se bifurcó y se hizo más invisible, encontrando nuevas formas de operar. Continuaron el negocio con menos ostentación, pero con igual intensidad, aliándose incluso con grupos guerrilleros tras el cuestionado Proceso de Paz. Estas alianzas no solo fortalecieron su influencia, sino que ampliaron su alcance, incluyendo la integración de estructuras como el Clan del Golfo.
Aunque ya no se hable de carteles como antaño, las rutas del narcotráfico siguen proliferando, y la droga llega a Estados Unidos con más facilidad que nunca. En regiones como el Catatumbo, las luchas por el control territorial entre guerrillas y mafias han desatado una guerra sin cuartel, provocando crisis humanitarias que desbordan hospitales y clínicas. Allí, el ELN y otros grupos armados se enfrentan en un conflicto permanente, mientras el Estado parece ausente, incapaz de garantizar una mínima presencia de las Fuerzas Públicas.
Surge entonces una pregunta inevitable: ¿el Estado no quiere combatirlos? Porque, si de capacidad militar se trata, tanto el Ejército como la Policía cuentan con recursos suficientes para hacer frente a estas amenazas.
Sin embargo, bajo la presidencia de Gustavo Petro, parece haber una falta de liderazgo firme. El mandatario, en lugar de asumir un control efectivo, permite que estas guerras internas devoren al país, tanto en el norte como en el sur, sin establecer una estrategia clara.
También cabe cuestionar el rol del Congreso, ese organismo ausente que no ejerce control político sobre el Ejecutivo. ¿Por qué no se exige al presidente explicaciones contundentes sobre su gestión frente a estas crisis?
Mientras tanto, la ciudadanía observa en silencio, indiferente, y solo se moviliza cuando la violencia alcanza a sus propios familiares. Pero, ¿Hasta cuándo, Colombia? ¿Hasta cuándo permitiremos que esta agonía siga siendo nuestro día a día?