La historia se honra, no se instrumentaliza. La Espada de Bolívar, símbolo máximo de la independencia de Colombia y de la lucha por la libertad en América Latina, ha sido utilizada recientemente por el presidente Gustavo Petro como un emblema personal y político, un gesto que no solo desvirtúa su significado original, sino que también supone una peligrosa apropiación ideológica de los símbolos patrios.
La espada no es suya, señor presidente. Ni suya, ni del M-19, ni de ningún grupo político. Es de todos los colombianos. Representa el sacrificio colectivo de un pueblo que luchó por emanciparse del yugo colonial, por la construcción de una república libre y soberana. Bolívar no fue un revolucionario socialista ni un precursor de la lucha armada contemporánea. Fue un estratega militar, un líder visionario que soñaba con la unión de los pueblos latinoamericanos bajo principios republicanos y liberales.
Lamentablemente, Petro ha buscado resignificar este símbolo bajo una óptica ideológica y populista que nada tiene que ver con el verdadero espíritu bolivariano. Desde el inicio de su mandato ha utilizado la espada como una extensión de su figura, no como un instrumento de unidad nacional. El acto de ordenar su presencia en la ceremonia de posesión presidencial, a pesar de que no estaba contemplado en el protocolo, fue el primer indicio claro de su intención de adueñarse simbólicamente de Bolívar y, con él, de la narrativa histórica.
Pero no se detiene ahí. Petro ha emulado con inquietante fidelidad los gestos del difunto Hugo Chávez, el dictador venezolano que también utilizó la figura de Bolívar para legitimar su proyecto autoritario. La imagen de Petro, en el balcón presidencial, con guantes blancos, blandiendo la espada de Bolívar y vestido con una casaca roja, ante una multitud que lo aclama, es una reproducción casi teatral de los actos de Chávez. Un espectáculo diseñado para reforzar una épica personalista, no para rendir tributo a la memoria del Libertador.
La apropiación simbólica va más allá del acto ceremonial. Petro ha propuesto cambios al escudo nacional, ha colocado la bandera del M-19 (grupo terrorista al que perteneció) por encima del tricolor nacional, y se ha declarado a sí mismo “un oficial de Bolívar”. Estos gestos no son anecdóticos ni inocentes. Forman parte de una estrategia de reescritura de la historia, en la que se funde su figura con la del Libertador para consolidar una narrativa mesiánica y populista.
Lo más grave es que con cada gesto, Petro va desplazando el sentido compartido de nuestros símbolos, los vacía de su valor histórico y los carga con el peso de su ideología. La espada, que en 1991 fue devuelta por el M-19 en un acto de reconciliación y compromiso con la paz, hoy es utilizada como instrumento de división y exaltación del poder. La paz que entonces se simbolizó está siendo reemplazada por un discurso de confrontación permanente.
Bolívar fue un líder con visión de Estado, que abogaba por la unidad, el respeto a las instituciones y el progreso de los pueblos. Nada más alejado de las pretensiones revolucionarias, autoritarias o ideológicas que hoy intenta proyectar el presidente Petro. Es hora de decirlo con claridad: Colombia no necesita un nuevo Bolívar de utilería, ni un Chávez de imitación. Necesita un presidente que respete la historia, que gobierne para todos y que no haga de los símbolos patrios un espectáculo político.
Por eso, hacemos un llamado al respeto. A la seriedad con la que deben tratarse los emblemas nacionales. La espada de Bolívar no es un amuleto de poder, ni una reliquia de campaña. Es un recordatorio de lo que fuimos y de lo que aún debemos ser: una nación libre, soberana, democrática y plural. Utilizarla para legitimar proyectos personales es una falta de respeto, no solo a la historia, sino a todos los colombianos.