El 21 de septiembre el mundo conmemoró el Día Internacional de la Paz, una jornada que desde 1981, por iniciativa de la Asamblea General de la ONU, busca invitar a los pueblos a un alto al fuego simbólico, a la no violencia y a la construcción de una cultura que dignifique la vida. Naciones Unidas insiste en que la paz es un valor universal y alcanzable si existe voluntad de líderes y ciudadanos. En otros países, la fecha se tradujo en marchas, conferencias y actos simbólicos. Pero en Colombia, la celebración dejó en el aire una pregunta: ¿tiene coherencia hablar de paz en un país donde la palabra se volvió un eslogan vacío, un negocio rentable y un permiso escrito para delinquir?
Ayer se habló de paz en los comunicados oficiales, mientras en el país real seguían los asesinatos, las extorsiones y los secuestros. Colombia arrastra más de 70 años de guerra y un historial de procesos de negociación que, lejos de pacificar, han terminado por dividir más al país. Basta recordar que Juan Manuel Santos se trajo de Oslo un Nobel de Paz, mientras en las montañas del Cauca y los campos de Arauca se multiplicaban emboscadas y masacres. Ese Nobel fue vitrina, trofeo y espectáculo de una paz escrita en papel, pero nunca vivida por los militares, policías y civiles que siguen poniendo los muertos.
Hoy, bajo el rótulo de la “Paz Total”, no tenemos más que una patente de corso para que los violentos negocien con el Estado al tiempo que secuestran y asesinan. El mensaje sigue siendo perverso: si quiere beneficios, siéntese en la mesa; si quiere garantías, mantenga un fusil al hombro. Quien respeta la ley y la legalidad, no recibe nada.
Las cifras confirman la incoherencia. En 2024, los grupos armados ilegales realizaron más de 250 ataques contra la Fuerza Pública y el secuestro, que se suponía extinto, reapareció con más de 160 casos. La ONU reportó un récord de 230 mil hectáreas de coca sembradas en 2023. Mientras tanto, en las mesas de diálogo se reparten contratos, prebendas y beneficios jurídicos para quienes deberían estar tras las rejas. Y para rematar, Estados Unidos nos descertificó en materia de lucha contra las drogas sin que el Gobierno reaccionara.
El contraste es brutal: ayer el mundo encendió velas por la paz, mientras Colombia encendía velas en sepelios. Velas por soldados asesinados en el Catatumbo, por policías emboscados en el Cauca, por campesinos y ganaderos extorsionados en el Magdalena Medio.
La ONU habla de dignidad, respeto a la vida y al medio ambiente. Aquí, en nombre de la paz, lo que florece es la contabilidad de contratos, la repartición de curules y la danza de viáticos en negociaciones con violentos. Para unos, la paz sigue siendo un negocio jugoso; para otros, una lápida sobre la espalda.
La ironía es inevitable: en Colombia celebramos la paz con el mismo entusiasmo con que un pirómano celebra el Día de la Prevención de Incendios. El país oficial se viste de blanco y hashtags; el país real, de camuflado y miedo.
Ayer la ONU nos pidió “Actuar ahora por un mundo pacífico”. Aquí el lema suena casi ofensivo. ¿Cómo pedirle a una madre que crea en la paz el mismo día que entierra a su hijo asesinado? ¿Cómo convencer a un ganadero que paga tres vacunas para sobrevivir? ¿Cómo exigir a un soldado mutilado que actúe por la paz mientras sus verdugos negocian en hoteles cinco estrellas?
La verdad incómoda es que en Colombia, celebrar el Día Internacional de la Paz no es un acto de coherencia, sino de cinismo. No es conmemoración, es burla. La paz, tal como se ha gestionado, se volvió disfraz político, cortina de humo y negocio para unos pocos. El calendario ya pasó al 22 de septiembre, pero en este país la paz sigue sin fecha.



