El 7 de octubre de 2023 quedará marcado en la historia contemporánea como uno de los días más oscuros para Israel. Esa mañana, el grupo terrorista HAMAS ejecutó un ataque brutal, masivo y premeditado contra civiles israelíes, dejando un rastro de muerte, dolor y destrucción que, con cinismo, calificaron como un “glorioso día de éxito”. No fue un acto de resistencia ni una lucha por la liberación nacional, como algunos intentan presentarlo; fue una masacre despiadada con el único propósito de sembrar el terror y provocar una guerra sin cuartel.
Los testimonios de sobrevivientes y las pruebas recolectadas por medios internacionales e investigadores independientes evidencian que HAMAS no distinguió entre soldados y civiles, entre adultos y niños, entre hombres y mujeres. Atacaron comunidades enteras en la frontera con Gaza, irrumpieron en hogares, asesinaron familias completas y secuestraron a decenas de personas. Fue un acto deliberado de barbarie, condenable desde cualquier óptica ética, política o religiosa.
Ante estos hechos, resulta alarmante la forma en que algunos sectores del mundo —particularmente en América Latina— han relativizado esta tragedia. Y más grave aún, cómo gobiernos como el de Colombia han adoptado una postura ambigua, tibia e incluso cómplice al no condenar con claridad y firmeza esta acción terrorista. Es aquí donde la crítica deja de ser opcional y se convierte en un deber moral.
El gobierno colombiano, encabezado por un presidente que ha convertido su ideología en un dogma inflexible, no solo evitó un pronunciamiento contundente, sino que en diversas ocasiones ha mostrado simpatía con el discurso de HAMAS, bajo el argumento de una supuesta «lucha contra la opresión». Esta narrativa, profundamente sesgada y desinformada, termina sirviendo a los intereses del terrorismo y socava cualquier intento serio por alcanzar la paz en Medio Oriente.
No se trata de negar la existencia del conflicto palestino-israelí, ni de desconocer las injusticias históricas sufridas por muchas comunidades en ambos lados. Es evidente que existe una compleja red de tensiones, errores y fracasos diplomáticos que ha alimentado la violencia durante décadas. Sin embargo, lo ocurrido el 7 de octubre no puede interpretarse como una guerra simétrica entre dos bandos: fue un atentado terrorista contra civiles. Quienes lo justifican o lo minimizan están legitimando el terrorismo como herramienta política.
Lamentablemente, el actual presidente de Colombia y sus más fervientes seguidores —a quienes muchos ya identifican como “focas aplaudidoras”— han optado por defender a HAMAS bajo el pretexto de la resistencia popular. Con ello, no solo traicionan los principios democráticos y humanitarios que dicen defender, sino que envían un mensaje peligroso al mundo: que el terrorismo puede ser válido si se ajusta a sus afinidades ideológicas.
La incoherencia de esta postura se hace aún más evidente cuando el mismo gobierno que dice defender la vida, la paz y los derechos humanos calla frente al asesinato de niños judíos o relativiza su sufrimiento con argumentos simplistas y reduccionistas. No es la vida lo que defienden; es una narrativa ideológica contaminada, que instrumentaliza el dolor de algunos y niega el de otros.
En este contexto, es fundamental recordar que criticar a HAMAS no equivale a odiar al pueblo palestino. Al contrario: muchos palestinos también sufren bajo el yugo de este grupo extremista, que no busca la paz ni la coexistencia, sino la destrucción total del Estado de Israel. Apoyar al pueblo palestino debe significar apoyar una solución real al conflicto, basada en el respeto mutuo, la justicia y la vida. Defender a HAMAS es exactamente lo contrario: es perpetuar la guerra, el odio y el terror.
Hoy, más que nunca, el mundo necesita claridad moral. No podemos permitir que las ideologías políticas nos cieguen hasta el punto de justificar masacres. La neutralidad frente al terror no es una postura ética; es complicidad. Y la complicidad, tarde o temprano, cobra su precio.
El gobierno colombiano debería revisar con seriedad su política exterior, comprender las implicaciones de sus alianzas y asumir una postura que esté del lado de las víctimas y no de sus verdugos. El pueblo de Israel merece solidaridad, no indiferencia. Y el pueblo colombiano merece líderes que hablen con la verdad, no con la voz de los radicales.
Dios bendiga al pueblo de Israel. Y que nunca más tengamos que lamentar otra tragedia como la del 7 de octubre.



