La reciente victoria del senador Iván Cepeda en la consulta interna del Pacto Histórico confirma lo que muchos anticipaban: un relevo sin sorpresa, respaldado por el petrismo y cargado de las viejas prácticas políticas que el propio movimiento prometió erradicar.
Colombia amaneció el lunes pasado con una noticia que pocos consideraron sorpresiva: Iván Cepeda se consolidó como el precandidato presidencial del Pacto Histórico. No hubo emoción, ni expectativa. Fue una escena más del teatro político colombiano, donde el discurso del “cambio” se confunde con las mismas mañas de la politiquería tradicional.
La consulta del fin de semana se convirtió en un gasto innecesario para un país en crisis: hospitales sin recursos, escuelas rurales deterioradas y campesinos desprotegidos. Todos sabían el desenlace: Cepeda, el defensor de la “paz total”, se coronó como el sucesor predilecto de Gustavo Petro, con el respaldo pleno del aparato oficialista.
El sobrenombre de “heredero de las FARC” no le llegó por azar. Iván Cepeda ha construido su carrera política bajo la sombra del relato insurgente. Su cercanía ideológica, la defensa constante de ex miembros de grupos armados y su visión complaciente frente a la violencia política lo han convertido en una figura polémica dentro y fuera del Congreso.
En lugar de enfocar su labor legislativa en proyectos de desarrollo, Cepeda ha centrado buena parte de su actividad en investigaciones y denuncias contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Su figura parece moverse más por la confrontación que por la conciliación nacional.
Mientras Cepeda predica la paz, Colombia se enfrenta a un repunte de la violencia: disidencias fortalecidas, secuestros en aumento y territorios nuevamente bajo control armado. La llamada “paz total” se ha convertido en una política sin rumbo, donde los criminales negocian, se rearman y regresan al conflicto.
En este escenario, el silencio de Cepeda frente a los abusos de estos grupos resulta tan elocuente como preocupante. Su empatía política con los violentos y su postura frente a la justicia generan dudas sobre qué tipo de liderazgo podría ofrecer.
La consulta interna del Pacto Histórico no estuvo exenta de denuncias: bloqueos, enfrentamientos y presuntas compras de votos marcaron la jornada. Un reflejo de que el movimiento que prometía regenerar la política terminó cayendo en las mismas prácticas que criticaba.
El Pacto Histórico ya no representa la esperanza del cambio, sino la consolidación de una maquinaria de poder con un discurso revestido de moralismo progresista.
Fuentes diplomáticas y analistas de Washington han manifestado inquietudes sobre las actividades internacionales del senador Cepeda. Sus vínculos con organizaciones afines y su búsqueda de testigos en el extranjero han despertado sospechas. Para algunos, se trata de una estrategia política; para otros, de una red de influencia ideológica con fines judiciales y electorales.
Este ruido internacional podría tener repercusiones en la imagen externa del país y en el equilibrio diplomático de un eventual gobierno liderado por él.
La gran pregunta que surge es si Iván Cepeda podría gobernar con independencia o si se limitaría a ser el custodio del legado petrista. Su discurso y su trayectoria apuntan más hacia la continuidad del modelo actual que hacia una transformación real.
Si llegara al poder, la línea entre política y militancia ideológica podría difuminarse por completo, profundizando la polarización y debilitando aún más las instituciones.
Iván Cepeda simboliza más una continuidad del fracaso que una alternativa de renovación. Su discurso, anclado en la retórica del pasado, parece incapaz de ofrecer soluciones a los desafíos del presente.
Más que un líder de paz, se proyecta como un heredero del resentimiento. Si su ascenso se consolida, Colombia podría enfrentar un futuro de mayor división, populismo y caos político.



