En Colombia, hablar de salud materna e inequidad es hablar, inevitablemente, de las mujeres que habitan el campo. Ellas, que representan casi una cuarta parte de la población femenina del país, siguen cargando con una doble desigualdad: por ser mujeres y por vivir en territorios históricamente relegados. Su acceso a servicios de salud no es solo limitado, sino muchas veces inexistente, y esa ausencia tiene un costo tangible: vidas que se pierden por causas prevenibles.
La morbimortalidad materna es uno de los indicadores más sensibles de inequidad. Mientras en las ciudades las mujeres cuentan —aunque con barreras— con hospitales de segundo y tercer nivel, en las zonas rurales dispersas la realidad es otra: centros de salud sin personal médico permanente, carreteras intransitables, ausencia de ambulancias y un sistema de referencia que colapsa con frecuencia. Como resultado, emergencias obstétricas que en un contexto urbano serían manejables, en el campo terminan en tragedia.
Los datos lo confirman. Según el Ministerio de Salud, más del 60% de las muertes maternas en Colombia se concentran en zonas rurales y dispersas, afectando de manera desproporcionada a mujeres indígenas y afrodescendientes. Las principales causas —hemorragias, hipertensión y sepsis— son prevenibles con controles prenatales adecuados y atención oportuna en el parto. Pero para una campesina que debe caminar horas para llegar a un puesto de salud sin insumos, el control prenatal se convierte en un lujo, y dar a luz en condiciones seguras, en un privilegio.
La inequidad no se limita al embarazo y el parto. Abarca también la salud sexual y reproductiva en general. En el campo, la información sobre anticoncepción es escasa y los métodos suelen estar disponibles solo en teoría. Esto explica, en parte, las tasas más altas de embarazo adolescente en zonas rurales, donde niñas y jóvenes ven reducidas sus oportunidades educativas y laborales. La falta de educación sexual integral, sumada a patrones culturales machistas, perpetúa un círculo de desigualdad que se hereda de generación en generación.
Hablar de mujeres rurales en Colombia es hablar de resistencia y resiliencia. Son ellas quienes sostienen la seguridad alimentaria del país, quienes mantienen vivas las tradiciones culturales y quienes cargan sobre sus espaldas el peso de comunidades enteras. Sin embargo, cuando se trata de garantizar su derecho a la salud, lo escrito en las leyes nacionales dista mucho de la realidad que enfrentan.
El Estado colombiano ha asumido compromisos internacionales, como los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que incluyen la reducción de la mortalidad materna y el acceso universal a la salud reproductiva. No obstante, los avances son desiguales: los esfuerzos se concentran en las capitales, mientras la ruralidad sigue siendo un terreno de deuda pendiente. Y aunque en los últimos años se han registrado progresos, seguimos en deuda. Como médica, puedo constatar que las conductas frente a una misma enfermedad dependen en ocasiones del origen urbano o rural de la paciente. Aquí cobra importancia también el acceso a información en todos los ámbitos de la salud, no solo en embarazo o derechos sexuales y reproductivos.
La inequidad en salud de las mujeres rurales no es solo un problema del sector salud: refleja la exclusión estructural que ha marcado al campo colombiano durante décadas. La paz total, tan mencionada en los discursos políticos, no podrá lograrse mientras parir siga siendo un riesgo de muerte para miles de mujeres campesinas e indígenas.
La base de la sociedad es la familia, y en ella la mujer es protagonista. Todas merecen parir de forma segura, vivir su sexualidad plenamente y transitar su ciclo menstrual con dignidad, independientemente de si habitan en la capital o en la vereda más distante del municipio más olvidado de un departamento.



