Soy un gran admirador de la indiscutible genialidad que tuvo como futbolista Diego Armando Maradona Franco. Me abstengo de participar en la vana discusión sobre si fue o no el mejor futbolista de todos los tiempos, porque estoy convencido de que en el nivel al que han llegado jugadores como él, Lionel Andrés Messi o Juan Román Riquelme, es imposible establecer una jerarquía de ese tipo. Es como discutir quién fue mejor músico entre Beethoven, Mozart o Bach, o quién fue mejor físico entre Albert Einstein y Stephen Hawking. No por sus logros si no por su originalidad, con el permiso de Harold Bloom, a los futbolistas que han alcanzado ese nivel los considero genios.
Personalmente me entristece su muerte física. Aunque pienso que tal vez el hombre en realidad estaba muerto hace mucho, sólo que su cuerpo se mantenía en pié. Esa idea siempre me venía a la cabeza al ver, en entrevistas públicas de los últimos años, cuanto le costaba articular las palabras y expresar ideas coherentes.
Las diferencias culturales entre latinos y alemanes hacen que acá se viva el fútbol de una manera diferente. Y ellas, más las diferencias en la cobertura y calidad educativa hacen que también se conozcan y comprendan mejor otros aspectos importantes para las relaciones humanas, como los límites del respeto personal y la importancia de las enfermedades mentales.
Entre mis conocidos alemanes a quienes les gusta el fútbol escuché entre ayer y hoy comentarios similares acerca de la muerte de Diego Maradona. Todos reconocen su genialidad como jugador de fútbol. A ninguno le escuché ni un sólo comentario acerca de su vida privada.
Por el contrario, entre mis conocidos colombianos y latinos, les guste o no el fútbol, lo entiendan o no, estén informados o no, leí y escuché infinidad de críticas y comentarios negativos sobre la vida personal del ex futbolista, en especial de su relación con las sustancias psicoactivas. Desde «vicioso», pasando por «mala persona» y hasta «criminal».
Lo anterior me ha llevado a reflexionar sobre un par de cosas acerca de nuestra cultura latina:
Por un lado, nuestra agilidad para juzgar y condenar a los demás, sin tener en cuenta los contextos y sin respetar el ámbito de la intimidad del otro. Con gran facilidad sentamos al otro en el banquillo del acusado y nos ubicamos en la cómoda silla del juez, totalmente inocente, puro, correcto y casto. Juzgamos sin permitirle al otro el derecho de defenderse y lo condenamos sin piedad.
Y por otro lado, y es lo que más me inquieta, es que en un país en donde se ha estimado que hasta el 80% de la población padece o ha padecido de enfermedades mentales, se tenga un conocimiento general tan pobre sobre las mismas. La adicción a las sustancias psicoactivas es una enfermedad psiquiátrica de origen neurobiológico. Y todo los que pasa a su alrededor, que juzgamos con tanta dureza, es parte de esa enfermedad. La conducta de búsqueda irracional de la sustancia, la incapacidad para controlar esa conducta, la falta de reconocimiento de los problemas causados por esa conducta que no se puede controlar, el deterioro de las relaciones interpersonales, la respuesta emocional disfuncional, todo es parte de la misma enfermedad y está por fuera de los límites de control del enfermo. Y nos consideramos víctimas de esas personas enfermas y las condenamos, sin pensar en ningún momento que quienes más sufren con esa enfermedad son ellos mismo, los enfermos, que su calidad de vida se deteriora notoria y progresivamente. Nadie es adicto porque quiera serlo. Es una enfermedad psiquiátrica de origen neurobiológico.
Y la relación entre el consumo y actividades delictivas, que es el único aspecto que se tiene en cuenta en las agendas públicas, en la mayoría de los casos es consecuencia de la errada respuesta del entorno frente a los enfermos. En Colombia las llamadas «ollas» son en realidad Guetos. La ensanada persecución policial de los enfermos, el rechazo social sistemático y la ausencia de intervenciones terapéuticas o al menos paliativas e integrales llevan a ello.
Quiero contarles un poco lo que he vivido al contrastar la seguridad alrededor o en las «ollas» en Colombia y la de las zonas de consumo acá.
En la zona alrededor de la estación central, por donde transita diariamente medio Frankfurt, usted puede ver, a cualquier hora del día, a los enfermos tal como se ven en las «ollas» de Colombia. Algunos durmiendo en el suelo, otros buscando y otros incluso consumiendo. Usted puede pasar con su bolso, maletín o morral, su celular en la mano, un reloj valioso o cualquier otra joya, y no será víctima de un atraco. He pasado muchas veces y he visto cientos de personas caminando por ahí con sus objetos de valor a la mano y puedo dar fe de ello.
Eso se debe a que acá hay programas terapéuticos y paliativos básicos y eficaces que brindan posibilidades a los enfermos, bien sea para un consumo controlado, brindándoles los elementos necesarios para que lo hagan con menos riesgo para ellos y para los demás y no necesiten robar para obtenerlos, o para sustituir las sustancias psicoactivas con medicamentos que les permiten dejar de consumir y salir del círculo vicioso de deterioro social.
Si, una persona enferma con una adicción a una sustancia psicoactiva puede dejar de consumirla. Y no es algo extraño, si se le brinda la posibilidad de acceder a un programa terapéutico bien organizado, que entre otras cosas ni siquiera es costoso. En Colombia existen los medios para hacerlo, pero mientras se siga viendo a estas personas como criminales y no como enfermos psiquiátricos y lo único que le preocupe a los que toman las decisiones es la criminalidad relacionada, que es consecuencia de ese mismo enfoque errado, no se podrá resolver ni lo uno ni lo otro.