El sábado, cansado, como estamos la mayoría, por la cuarentena, el aumento de los contagios, la demora en las vacunas y las malas noticias del país, sumados al trajín y el estrés de la semana, sentí que el agotamiento emocional y físico me superaban. Salí al balcón para respirar un poco y sin querer, me sumí en la contemplación de una escena que se sentía muy ajena a mi entorno.
En el potrero abandonado al lado de mi conjunto habitan tres vacas y dos terneros cafés, una vaca blanca con su ternerito, dos cabritos y una oveja pequeña. Acababa de llegar un hombre en su carro y la mayoría de animales lo esperaba expectante contra el alambre de púas que bordea aquel pastizal. Bajó despacio junto con un perro blanco de manchas negras que lo acompañó cojeando de su pata trasera izquierda a poner unas canecas a lo largo de la cerca para llenarlas con comida y agua. Inmediatamente, las vacas cafés empezaron a comer despreocupadas, mientras tres pajaritos, de aquellos que normalmente salen a volar apenas perciben a un humano cerca, piaban y caminaban entre sus patas sin inmutarse. Al tiempo, en un lado, la vaca blanca pacía acostada observando a su ternero rodearla una y otra vez.
En otro punto, la oveja pequeña, un cabrito y un ternero salieron en fila del potrero seguidos del perro; caminaron media cuadra y llegaron a la casa del lado, de donde salieron tres perros, que aunque bastante escandalosos en las madrugadas, esta vez se unieron en silencio a los otros cuatro animales y todos empezaron a jugar como viejos amigos: corretearon, saltaron y se empujaron: siete animales de cuatro especies diferentes jugando y conviviendo felices y en paz.
En ese momento yo solo escuchaba el piar de los pajaritos y el viento entre los árboles; sentía el calor de la tarde en la piel y percibía el aroma del pasto y el polvo seco.
Al rato, los pequeños regresaron trotando a comer, vigilados por el perro cojo, a quien acompañaron hasta la cerca los otros tres perros, que de inmediato regresaron en silencio. Entre tanto, al fondo, el otro cabrito perseguía juguetón a una de las vacas; la corneaba suavemente y ella respondía con paciencia, haciéndole el quite y siguiéndole el juego. En un momento, los dos unieron lentamente sus testas y se mantuvieron así por un rato. El atardecer caía y finalmente su luz rojiza destelló y me devolvió a la realidad. Respiré profundamente.
Más tarde, al pensar en ello, comprendí que durante nuestras vidas enfrentamos desafíos, conflictos, problemas personales, dificultades y muchas pruebas; nos agotamos, nos frustramos y dejamos de contemplar la belleza que yace en la cotidianidad; olvidamos la importancia de despejar nuestra mente y nuestra alma, de soltar las cargas y de conocernos más a fondo.
Necesitamos perdernos ocasionalmente en nosotros mismos: miremos al cielo e identifiquemos sus colores, sintamos la brisa en nuestra piel, escuchemos los sonidos de la naturaleza, sigamos el paseo de las nubes y hallémosles forma, percibamos los aromas del entorno, contemplemos la rutina de una abeja, un pajarito o un perro callejero, y, al terminar, simplemente cerremos los ojos, respiremos con pasión y demos gracias; veremos cómo el fuego arde de nuevo.