La vida es un remolino, dicen algunos; creo lo escuché en una melodía de antaño, nunca le presté atención.
En las vueltas de la existencia hay momentos donde puede verse uno a sí mismo, ya adulto, cara a cara con el joven que uno fue, como esos corchos que quedan en un mismo círculo del remolino, equidistantes, frente a frente, antes de llegar al centro del sumidero.
Desde la adolescencia, fui viejo, escuchaba música de viejos; eso lo decían mis amigos de generación. Me gustaba el ambiente de los billares, esa música de poetas derrotados, fracasados con orgullo, machos desengañados y, a la vez, de enamorados bohemios. Cómo olvidar a Bienvenido Granda con:
- “Total, sí me hubieras querido, ya me hubiera olvidado de tú querer”, y remata el cacho que le metieron con un arrebato de orgullo machista. “Total, si no tengo tus besos, no me muero por eso; yo ya estoy cansado de tanto besar”.
Tal vez ese defecto o, qué sé yo, virtud, me llevó, en la adolescencia, a hablar con personas mayores y a contrastar esas vivencias con mis compañeros de barriada.
En el INEM, un amigo de colegio y barrio, Javier, se había conseguido -así se decía en aquel tiempo, no es machismo -una noviecita. Estábamos en segundo o tercer grado; él, feliz con la enamorada. Si la memoria no me es infiel, ella se llamaba Martha, como la canción de José María Napoleón, en aquel momento lo último en lanzamientos musicales; hoy, con ese nombre no cantaría ni en los semáforos.
Lo cierto es que el romance sobrevivió una o dos semanas, y, al salir al recreo, se filtró, desde el corrillo de las niñas, que Martha iba a romper noviazgo con Javier; llegó a los hombres la información; como siempre sucede en estos casos, él fue el último en enterarse, y le tocó a este pechito llamarlo y me lo llevé, abajo del palo de pomarrosa, al frente de la sala de profesores.
- -Marica, qué pasó
- Que Marta te zafa a la salida.
- Se puso blanco, se rascó la cabeza e hizo un amago de acomodarse el uniforme.
Con la experiencia de los viejos y sus canciones, recordé a Don Luís Carlos Méndez, músico, trompetista y vecino; con él escuchábamos a la Sonora Matancera, allí conocí al cantante Alberto Beltrán, y La número 100. El bolero dice:
“Yo sé que andas diciendo que nunca me has querido, que sólo fui en tu vida un rato de placer. Te perdono tus ofensas porque sé lo que eres en mí vida, la mujer número 100”.
Nosotros no íbamos ni en la dos, pero una zafada de ésas era mortal.
- – Javi, te zafan; marica es a la salida.
- -Juan, ¡qué hago!
La canción de la número 100 rondando en mis oídos y lo que representaba, en esos años, que a uno lo echaran; eso era peor que tener que mostrar los vellos púbicos pa’ poder jugar balón con los más grandes.
- -Záfala primero.
Todos a la salida pendientes, las mujeres en sus grupitos cuchicheando como hienas, a la espera de la carnicería del pelao. Los hombres, de dos a máximo tres, esperando; algunos, para burlarse de la víctima; otros, pendientes con angustia ajena, sin el poder para decirle a uno de los suyos, lo que estaba apunto de suceder. Las parejitas se recostaban en las paredes a observar el ocaso de aquellos dos: Marta y Javier.
Me acuerdo que me aposté a vigilar para dar aviso cuando Martha se acercara a la salida, el portero pendiente que sonara la campana para abrir, todos arrimados al portón como ganado para salir a pastar. Javier se quedó atrás; aguardaba mi señal.
Por el andén de la biblioteca venía Martica con sus cuadernos en un bolso de chambira, los cabellos castaño claro cortados a la altura de los hombros y sujetados por una diadema; sus ojos verdes brillaban por el sol de medio día; mostraba cierta soltura al caminar con el uniforme, y sus senos forzaban la camisa color crema a tirar de los botones, creando un espacio ovalado en el centro donde se podía ver algo de piel. La falda vino tinto, hasta el inicio de las rodillas, por estar entre el color crema de la camisa y el crema de las medias más abajo, la hacía ver con una cintura a lo Sofía Loren. Al caminar y aún con la diadema, casi como un tic nervioso, se recogía la cabellera del lado derecho para llevarlo, por momentos, detrás de la oreja; sólo en ese instante, me di cuenta que era bella. El romance se acabó.
A mi no me gustaban las de mi edad. Me iba al colegio rival, La Normal, a ver a las mayores. Ni bolas me paraban. Eso último es jerga de billaristas, paren bolas.
En las noches visitaba la casa de Don Méndez a escuchar a Vitín Avilés e imaginar que les decía a las peladas mayores: “porqué jurabas que me amabas sin sentirlo, cuando enredabas mi cabello con cariño; pudiste haber parado a tiempo con decirme: mira niño, es un juego y nada más”.



